La coordinadora reaccionaria

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Foto: Foto: Nicolás Hernández – @nhernandez6015


Por: Atilio Boron

26 de mayo de 2025 Hora: 15:49

Se habla mucho, y con razón, del fascismo y las amenazas que entraña para el futuro de las democracias y las libertades públicas el funesto resurgimiento de la extrema derecha. Aparte de las similitudes, con sus indispensables acotaciones regionales y epocales, hay una diferencia insoslayable entre los neofascismos contemporáneos –me tienta caracterizarlos como «fascismos coloniales»– y el fascismo clásico o «arqueológico». Si este era fuertemente estatista y antiliberal, aquellos combinan en una síntesis altamente volátil e inestable el reaccionarismo tradicional con las formas más radicales del neoliberalismo sintetizadas en el «anarcocapitalismo». Su programa contempla el ataque y destrucción selectiva del Estado («selectiva» porque los aparatos represivos y los ideológicos lejos de destruirse son reforzados, y los subsidios y transferencias al capital continúan con renovados bríos); la exaltación de los mercados, pero omitiendo que si no los regula el Estado lo hacen las plutocracias dominantes; reducción del gasto público social, que constituye el imprescindible «salario ciudadano» de una democracia (salud, educación, vivienda, transporte, etcétera); desregulaciones para librar las manos de las empresas; privatizaciones para rematar la riqueza social y transferirla a los amigos del régimen, aparte de ceder soberanía; contrarreformas laborales para recortar la capacidad negociadora de la fuerza de trabajo y previsionales para ahorrar sobre el sufrimiento de nuestros mayores y, en lo internacional, alineamiento incondicional con Estados Unidos e Israel.

Del antisemitismo del fascismo tradicional no quedan ni rastros; en su aberrante reencarnación el fascismo colonial es sionista –el caso argentino es muy elocuente–, respalda el genocidio contra los palestinos y según los países el objeto de su odio son los musulmanes; en otros pueden ser los migrantes, como en el caso de Estados Unidos y muchos países europeos y también latinoamericanos y, por supuesto, combate con ferocidad la militancia de las organizaciones populares.

Pero, además, hay otro rasgo que, por novedoso y efectivo, es imprescindible señalar. Los neofascismos contemporáneos han logrado un nivel de articulación internacional que jamás poseyeron sus predecesores. Los Gobiernos fascistas de Alemania e Italia podían coordinar algunas iniciativas e, inclusive, sellar una alianza militar. Pero nunca brotó de parte de ellos –ni de algunos de sus aliados informales, como el franquismo en España, Acción sa en Francia y el salazarismo en Portugal– la necesidad de crear una estructura que coordinara su estrategia de lucha política frente a las naciones dominantes en el sistema internacional, básicamente el Reino Unido, Francia y, de forma incipiente, Estados Unidos. En más de un sentido podría decirse que las decisiones de aquellos regímenes fascistas respondían casi exclusivamente a procesos y desafíos que emanaban del complicado sistema internacional dominado por viejas potencias coloniales. En la era del nacionalismo y de las disputas por el reparto del botín colonial el internacionalismo era visto con desdén, como un recurso al que apelaban el proletariado y los partidos socialistas y comunistas.

El neofascismo de nuestros días, en cambio, muestra una significativa diferencia en ese aspecto porque, no sin tropezar con dificultades, se ha venido organizando a escala internacional. Steve Bannon, exasesor de Donald Trump en su primer mandato (2017-2021), fundó una suerte de «Internacional de la Nueva Derecha», con sede en Bruselas (la capital de la Unión Europea y sede de la OTAN), con el objetivo de crear, coordinar y financiar partidos, medios de comunicación, activistas digitales y grupos de la derecha radical en todo el mundo. El proyecto aún no ha madurado plenamente, pero existe. Recuérdese que Bannon fue vicepresidente de Cambridge Analytica, consultora que fue contratada para asesorar la primera campaña electoral de Trump en 2016 y también para los partidarios del Brexit en el Reino Unido. En ambos casos sus clientes triunfaron en las urnas, pero poco después estalló un escándalo porque Bannon extrajo, sin solicitar la debida autorización, información personal de 87 millones de s de Facebook para construir perfiles psicológicos y algoritmos que orientaran sus preferencias electorales. Esto se descubrió con posterioridad y ocasionó una investigación en el Congreso de Estados Unidos y la imposición de una multa de 5.000 millones de dólares a Mark Zuckerberg, propietario de Facebook. Cambridge Analytica se declaró en bancarrota en 2018 y Bannon, años más tarde, pasó varios meses en una cárcel federal.

Pero Bannon sigue en funciones asesorando a las fuerzas de la extrema derecha, sobre todo en Europa. Comentando la elección del Papa León XIV declaró que «este es un voto anti-Trump de los globalistas que dirigen la Curia. Este es el papa que Bergoglio [Francisco] y su camarilla querían (…) Es la peor opción para los católicos MAGA». Bannon no está solo en este emprendimiento. Más allá de algún entredicho con Trump, sigue incansablemente promoviendo a la derecha extrema en todo el mundo. Pero esto no nos debería hacer olvidar a la derecha más convencional, y que jamás calificaríamos como democrática porque no lo es. Esta tiene otro cuartel general en Davos; una más efectiva, hasta ahora, «Internacional del Capital», donde cada año se reúnen miles de políticos, empresarios, financistas y académicos de derecha para evaluar el contexto mundial y trazar estrategias para, sin las estridencias de Bannon y los sectores fascistas, reforzar su dominio sobre la economía y la política mundiales. Estamos luchando contra enemigos muy poderosos y para frustrar sus planes es necesaria la unidad de todas las fuerzas antifascistas, postergando debates rios y concentrándonos en impedir que lleguen al poder para imponer su dictadura, disimulada con un insustancial barniz pseudo democrático.

Autor: Atilio Boron

Fuente: Blog del autor

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