La alucinación deshumanizante del tecnofetichismo

El discurso de las Big Tech, que publicita su gama de productos como el único futuro posible, solo facilita la expansión de sus negocios y profundiza la dependencia de sus tecnologías, en un círculo vicioso que representa una nueva etapa neocolonial. Foto: EFE.
Por: Javier Tolcachier
3 de junio de 2025 Hora: 14:41
Ciertamente ha habido invenciones que incidieron radicalmente en la modificación del paisaje social. Creaciones humanas, que inspiradas en un propósito persistente de superación, consiguieron avances científicos o tecnológicos emancipadores.
La rueda, el papel, la imprenta, la electricidad, las vacunas, la radio, la píldora anticonceptiva, el aeroplano, el motor de vapor o la penicilina, por solo mencionar algunos, contribuyeron sin duda a la ampliación de posibilidades de las personas. Posiblemente la red internet, más allá de su procedencia y sentido inicial ligados a objetivos militares, también pueda encuadrarse en esta categoría.
Bien vistas las cosas, ninguno de esos portentosos descubrimientos puede ser adjudicado a una única persona. Pese a lo que señala cierta historiografía ingenua, individualizar estos inventos omite el entorno social en el que se producen y la enorme acumulación de intentos y aportes colectivos que las preceden.
Del mismo modo, pretender que estas innovaciones tengan el poder de transformar por sí solas las cosas, es otorgarles cualidades mágicas que oscurecen otros factores en el orden político y espiritual, en el campo de las ideas, la organización económica, la demografía o el desarrollo humano en general. Factores que actúan estructurados con la ciencia y la tecnología y son fundamentales para operar transformaciones sociales.
Atribuir excesiva virtud a tal o cual tecnología, es colocar en los objetos un influjo similar al que hechiceros de otros tiempos otorgaban a ciertos amuletos, confiriéndoles propiedades transmutativas de distinto tipo. Y quizás fuera la fuerte creencia de los pueblos en dichos conjuros, la carga energética de fe que depositaban en ellos movidos por necesidad y justificados por la autoridad que poseían los respectivos taumaturgos, la que efectivamente lograba su cometido.
Algo similar ocurre hoy con las tecnologías digitales, a las que se adjudica, de modo cuasi místico, la prodigiosa capacidad de resolver la acumulación de problemas sociales y la consecuente crisis multidimensional de la actualidad. Una forma moderna de fetichismo, cuya fascinación permea hoy estamentos de las dirigencias, pero que también encuentra extendida adhesión en las poblaciones.
No en vano la palabra «fetiche» significa, a partir de su origen en portugués y su paso por el francés, hechizo o encantamiento.
El tecnofetichismo corporativo
La técnica, hermana menor de la ciencia, no siempre ha sido un vector de evolución humana. Basta destacar el interés de los gobernantes a lo largo de la historia por lograr supremacía tecnológica para dominar a otros.
El desarrollo de la metalurgia en la Mesopotamia antigua permitió a imperios sucesivos un mejor equipamiento armado. De similar importancia fue la experiencia y destreza en la construcción naval, clave en la expansión colonialista posterior. Así, hasta llegar a las maquinarias de destrucción masiva que amputaron millones de vidas, desembocando en el horror del armamentismo nuclear.
La automatización digital, comandada hoy desde los altos mandos corporativos, no distingue sino una única moral, la del rédito a cualquier precio. Por ello, lejos de servir exclusivamente al bienestar público, se enfoca en servicios y aplicaciones en las que prima la extracción y mercantilización de datos, la vigilancia, la manipulación, la desinformación, la explotación y, cómo no podía ser de otro modo, el perfeccionamiento de máquinas de matar.
Sin embargo, la propaganda corporativa —potenciada a su vez por esta misma tecnología— se introduce en nuestra esfera más íntima a través de dispositivos individuales sofisticados, intentando convencernos de que constituye una panacea integral para superar todo problema y conflicto social.
Como un mantra de tipo religioso, la “innovación” tecnológica aparece en cada discurso como única respuesta para paliar la crisis generalizada del sistema. Así, por ejemplo, la degradación ambiental y climática encontraría supuestamente remedio en la venta de refinados sistemas de menor consumo energético, en vez de pensar en proporcionar equitativamente el consumo irracional de las regiones ricas del planeta, para saciar las necesidades de las poblaciones empobrecidas.
Del mismo modo, se precia la capacidad lingüístico-conceptual en las interacciones de algunas aplicaciones de la llamada Inteligencia Artificial, al tiempo que la «desinteligencia» y magra voluntad política de las cúpulas impiden ejecutar programas de eliminación del hambre y la miseria.
La salud al alcance de todos decae o no existe en muchos lugares, siendo que en otros, la sofisticación tecnológica en el sector sanitario alcanza cotas de asombro. La educación, que debería repensarse como una metodología de elevación humana, amenaza estar recluida cada vez más en las cárceles de pensamiento de los programas de aprendizaje empresariales. Distintos tipos de violencia continúan extendiendo sus tentáculos sin importar que se anuncie un grandioso metaverso, una suerte de paraíso digital donde todo es posible.
Y por supuesto que chatear con bots amables de nombre humano no paliará en lo más mínimo la intensa sensación de soledad que sufren cada vez más personas, ante la evaporación creciente de los lazos sociales.
Mientras tanto, esas mismas tecnologías sirven a la precarización laboral, la monopolización comunicacional, la mega especulación financiera, la extensión latifundista, la sobreexplotación de recursos, la continuidad del supremacismo cultural o la expansión delictiva a través de la web.
Es evidente que el discurso de las Big Tech, que publicita su gama de productos como el único futuro posible, solo facilita la expansión de sus negocios y profundiza la dependencia de sus tecnologías, en un círculo vicioso que representa una nueva etapa neocolonial.
¿Puede la humanidad confiar su destino a las intenciones de los ejecutivos, accionistas y desarrolladores de esas empresas, imbuidos de la misma ideología tecnofetichista e interesados primariamente en su bienestar individual? Sin duda que no.
El tecnofetichismo progresista
Para no “quedar atrás”, y quizás con la mejor de las intenciones, muchos gobiernos, dirigentes y agrupaciones populares, caen también en la trampa tecnoadictiva. Piensan en una lógica de progreso única, lineal e irreversible, que los condena a sucumbir a falsas dádivas (servicios y aplicaciones básicas sin costo) y a seguir los caminos que trazan las grandes corporaciones de negocios, sin percatarse que ello conduce a nuevas encerronas de aun mayor dependencia.
Conminados a dar respuestas cortoplacistas, los (hoy menos) gobernantes intentan reaccionar así al embate del gran capital, cuyo ariete de demolición es ahora la “convergencia” de tecnologías como las redes neuronales, la computación cuántica, la robótica y la digitalización del mundo físico.
Por un lado, las prominencias políticas deben mostrarse “modernizadoras” so pena de no pasar el exigente juicio popular en una próxima escenificación electoral; pero al mismo tiempo, estos actores siguen atrapados en las lógicas del industrialismo del siglo anterior, solo que con herramientas más livianas, pero igualmente potentes.
Pero incluso algunos círculos intelectuales toman los mismos elementos y en algunos casos, llegan al extremo deshumanizante de dirimir diferencias o elaborar conclusiones en base a las aplicaciones diseñadas por organizaciones que se encuentran en las antípodas de su posicionamiento político. ¿Dónde queda allí el pensamiento crítico, dónde el debate y la deliberación? ¿Dónde queda la capacidad humana de inspirarse y aportar criterios y propuestas nuevas?
¿Acaso los jeques que dominan los circuitos binarios y deciden qué habrá de mostrarse y qué no en las llamadas redes sociales se mostrarán favorables, en un rapto de compasión y lucidez, al empuje revolucionario de los movimientos sociales?
¿Trasladarán sus algoritmos contenidos tendientes al cambio verdadero o dejarán deslizarse, junto a una avalancha de propaganda comercial y material de relleno, apenas tenues motivos que los hagan parecer democráticos y pluralistas?
De lo que no hay duda, es que estos interrogantes deben ser tomados con máxima seriedad por aquellas y aquellos que deseamos un mundo completamente diferente.
La tecnofobia
Los “luditas” fueron un movimiento de protesta en la Inglaterra de principios de siglo XIX que usó, entre otras tácticas, la destrucción de maquinaria para oponerse a la instalación de telares y máquinas de hilar industriales que amenazaban con reemplazar a los artesanos con trabajadores menos cualificados y que cobraban salarios más bajos.
Esa modalidad activista tomó su denominación de Ned Ludd, personaje real o imaginario de un trabajador que habría incendiado o destruido varias máquinas textiles en respuesta a las represiones que el proletariado estaba sufriendo.
Dicho antecedente histórico suele ser esgrimido en la actualidad para equiparar una actitud crítica y consciente sobre ciertos riesgos que presentan los intensos y rápidos cambios técnicos con una enfermiza resistencia al cambio o directamente con posturas tecnofóbicas. Se desalienta así cualquier mirada equilibrada, exenta de fundamentalismos a favor o en contra de determinadas metodologías tecnológicas.
Por supuesto que en este análisis debe ser considerado el efecto de extrañeza que produce hoy la modificación acelerada de herramientas y modalidades, reñidas con usos y costumbres que solo perviven en la memoria de anteriores generaciones. La sospecha de cierta nostalgia y oposición a los nuevos tiempos es sin duda una nube que debe ser despejada con espíritu autocrítico.
Pero esto no contradice en lo más mínimo la necesidad de observar con lente de gran aumento las intenciones —sobre todo aquellas de carácter mercantil o de control— y la arquitectura de diseño lógico que subyacen a los desarrollos tecnológicos que presentan a diario las corporaciones monopólicas.
Tampoco es menor observar las implicancias en la concentración de poder económico y político, concentración que invariablemente atenta contra el ejercicio universal y la ampliación de los derechos humanos. El progreso será de todos y para todos, o no será.
El tecnofetichismo alternativo
En paralelo al incremento de la digitalización en los distintos campos, se generó a partir de la década de los 80’ un movimiento que no solo formuló críticas a la dirección capitalista y meramente utilitaria de los principales servicios y aplicaciones digitales, sino que desarrolló alternativas de uso eficaces.
Se multiplicaron así progresivamente las “tecnologías libres”, cuyos principios básicos son la libertad de usar, estudiar, distribuir y mejorar los programas informáticos. Tales libertades fomentan la desconcentración del poder, la producción de conocimiento colectivo, la adaptabilidad y facilidad de distribución y, más allá del ámbito estrictamente tecnológico, estimulan la sana costumbre de compartir solidariamente con otros aquello que resulta de utilidad para uno.
Para cada uso habitual ya existen aplicaciones, servicios y plataformas libres, desarrollados y sostenidos por personas, colectivos y hasta Estados que han comprendido la importancia de despegarse del yugo comercial corporativo, sin dejar de proporcionar salidas positivas.
Aun así, debe alertarse sobre un posible “tecnofetichismo alternativo”, que pudiera reducir la rebelión contra el sistema capitalista a un simple cambio de hábitos de consumo tecnológico. En términos analógicos, sería como “hacer la revolución por dejar de beber una determinada bebida cola”.
El individualismo que corroe la convivencia humana no habrá de ser superado por el reemplazo de códigos informáticos, sino por actitudes solidarias y acciones en común que atraviesen el muro de egoísmo.
La tecnología es tan solo un frente de lucha para superar el sistema. No debe perderse de vista que la actual preponderancia del negocio digital tenderá a cambiar en cualquier momento por el agotamiento de su rentabilidad frente a otros modelos que los fondos de inversión que istran el capital consideren más lucrativos.
Por otra parte, es preciso evitar como un dañino malware, la tendencia a quedar recluidos en la comodidad del especialismo informático. Por el contrario, compartir el impulso revolucionario con otras luchas sociales y políticas es fundamental. En esa dirección, aportar saberes desde el campo tecnológico es una contribución importante a los cambios por venir.
El sentido de la tecnología o una tecnología con sentido
La tecnología solo tiene sentido si contribuye a superar el dolor y el sufrimiento del conjunto humano. Tales avances no pueden quedar restringidos por cláusulas o murallas comerciales, ni tampoco limitado a determinadas regiones geográficas, perpetuando así inequidades.
La idea del “derrame”, que asegura que el desarrollo científico y técnico de algunos lugares se expande luego a otros, es tan solo una fórmula de postergación utilizada por la ideología capitalista para justificar desigualdades.
Humanizar la tecnología puede sonar para algunos a redundancia —ya que toda tecnología es un producto humano— o para otros una proposición contradictoria, si es que se ubica a lo “humano” en una esfera contrapuesta o alejada de la fría mecánica.
Sin embargo, este es exactamente el parámetro a seguir, si es que se pretende construir un mundo social acorde a la dignidad humana. Humanizar la tecnología quiere decir ponderar el beneficio que un sistema aporta en la dimensión no solo práctica o económica, sino también a favor del bienestar psicológico y emocional de las personas.
Ampliar solidariamente la libertad humana en sentido multidimensional es la ética que debería acompañar a toda innovación tecnológica, ya que es justamente la superación de las dificultades y los impedimentos, lo que está en la esencia del avance en el conocimiento.
Finalmente, la comprensión del ser humano como un ser histórico cuyo modo de acción social no solo modifica el paisaje circundante, sino su propia condición, su aparentemente inmutable naturaleza, será la que guiará nuestros pasos valientemente hacia nuevos horizontes.
Pero este nuevo paisaje no se producirá por el simple expediente de cambios tecnológicos externos, sino que requerirá una esencial transformación simultánea en nuestro interior hacia nuevos valores, conductas de relación y objetivos vitales. Humanizar la tecnología, entonces, quedará como una particularidad de la noble misión de humanizar la Tierra.
*Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas y columnista y co-editor de agencia internacional de noticias con enfoque de Paz y No Violencia Pressenza.
Autor: Javier Tolcachier
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